12 de julio de 2013

El gato-pantera

Llevo un par de semanas totalmente obsesionada con un gato negro que vi el otro día desde mi ventana en el jardín de al lado. El gato llegó al final del jardín, pegó un salto acrobático, se paseó un momento por entre los árboles y saltó al siguiente jardín. Era un bicho tan grande que al principio creí que era un perro, pero la cuestión es que caminaba como un gato, así que si no era un gato, tiene que haber sido una pantera. Desde entonces, cada cinco minutos me asomo por la ventana a ver si vuelve a aparecer.
—Voy a ver si veo al gato-pantera.
—Ya me avisarás. Y si ves al cocodrilo-tigre o a la mosca-pez, me avisas también.
—Eres tonto y malo.
—Y tú muy lista. Ya me dirás que hace una pantera en medio de la ciudad.
—Bueno, igual era un gato grande. Pero te juro que lo vi.
Pero la verdad es que no lo he vuelto a ver.
En el jardín de al lado, cada vez hay más árboles y más hojas y más plantas, con lo cual me cuesta tanto divisar el suelo que me temo que un día de estos acabaré cayendo por la ventana y en vez de gato pantera lo que habrá en el jardín será un fiambre volador.
Aún así, cada dos por tres me asomo a la ventana.
—Voy a ver hoy si veo al gato-pantera.
—Y yo voy a buscar direcciones de psiquiatras.
—¡¡Pero es que te juro que lo vi!!!
—Ya, ya...
No, no, la P no me ayuda mucho, aunque de vez en cuando hace intentos por quitarme la obsesión.
—Cariño, ya lo tengo, no estás del todo loca. Estoy leyendo en el Evening Standard que un zorro ha atacado a una pareja y a su gato en el sur de Londres. Seguro que tu pantera es un zorro.
—Pero si nosotros vivimos en el Oeste. Además, ¿cuántas veces has visto tú un zorro de color negro?
—Hombre, pues algunas...

11 de julio de 2013

Irrepetible pastel

Llevo dos meses (oficialmente) instalada en Londres con la P y Federico. Dos meses, durante los cuales me he dedicado a buscar trabajo, a pasear, a remolonear, a desesperarme porque no sale nada, a ir al Parque a tomar el sol (sí, sí, hay sol en Londres), ir al cine a la sesión barata, visitar museos que son gratis, ir al gimnasio del barrio y poco, muy poco, a cocinar.
—Ya no me cocinas como antes....
—¿En serio? No me he dado cuenta....
Bueno, tiene razón la P. Lo más elaborado que he hecho últimamente es ensalada caprese o relleno para un sandwich de atún. 
Esta semana, mortificada por el sentimiento de culpa, me decido por fin a utilizar mi cocina para algo más que para hervir agua o pelar una mandarina.
—¡¡¡¡Cariño!!!! Que hoy te voy a hacer el pastel de zanahorias que te prometí en Abril.
—¿¿El de pote??
—Hombre, no le pidas peras al olmo tú tampoco. 
—Que no, que no, qué bien, tiene una pinta buenísima.
—Tiene una pinta asquerosa, pero yo te lo hago.
Cojo el paquete y leo las instrucciones. Realmente hay que ser un vago rematado para no hacerlo. Todo consiste en mezclar el preparado con agua (¡agua!) y tres huevos. Me pongo manos a la obra y en un plis tengo mi mezcla lista para poner en el molde.
—Anda, ¡¡que se me ha olvidado comprar moldes redondos!!
—Vaya, ¿pero no tenías uno de aluminio?
—Sí, pero era para el pastel de manzana que pensaba hacerte un día de estos.
—¿Un día de estos del siglo próximo?
Cojo el molde de aluminio, lo lleno, y enciendo el horno, no sin ciertas dificultades para entender las instrucciones. A los 45 minutos lo saco del fuego y cuando se enfría lo desmoldo.
La P es un ingenuo rematado.
—¡Qué buena pinta!
—Ejem... eso es que no lo has hecho tú. No te lo he enseñado antes de ponerle en el horno ¿no?
Aún así, vamos a darle un voto de confianza a la Betty Crocker. Por la noche, después de cenar, corto un trozo para cada uno y espero el dictamen del experto.
—Hmmmm... uggggg....eccssss. Sabe a colonia ... o a perfume... ¿Me lo tengo que comer?
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